«Leí que esa clase de hechizo, de estado anímico de los enamorados en eterna espera del amor ausente tiene algo en común con el desvarío de los hipnotizados; y que sus miradas son como las de los enfermos que comienzan a despertar de su desvarío y levantan con esfuerzo los párpados hinchados. No ven nada más que un rostro, no oyen más que un nombre. Mas un día se despiertan. Como . Miran a su alrededor, se frotan los ojos. Ahora no ven ese rostro explicado de otra forma, prosiguen viéndolo, mas más diluido. Ven el campanario de una iglesia, un bosque, un cuadro, un libro, las caras de otra gente, toman conciencia de la intensidad del cosmos Es una sensación extraña. Lo que ayer te parecía molesto, te dolía tanto que te partía el corazón, hoy ahora no te hace daño. Te sientas en un banco y estás relajado. Te pasan por la cabeza cosas como pollo relleno, o bien los profesores cantores de Nüremberg. O bien hay que adquirir una bombilla para la lámpara de la mesa. Eso es la verdad, y todo cuanto la compone es igualmente considerable».
En La mujer justa tres individuos primordiales cuentan su crónica, con la clarividencia que contribuye el correr del tiempo: la primera mujer, el marido y la segunda mujer. Tres descalabros sentimentales en el Budapest de mediados del S. XX que envuelven al lector en una atmósfera vintage de viviendas señoriales y prácticas de una burguesía en caída cuyas medites, sin embargo, podrían ser las nuestras.
Los recovecos del alma humana se ponen al descubierto con voz propia, tres puntos de vista que reflejan los más íntimos sentimientos que mueven las relaciones entre personas, con una meta: la búsqueda de esa persona justa que nos complementará, que nos está aguardando, y que será el añadido exacto y verdadero que requiere nuestra personalidad, nuestra mitad especial. Porque «siempre hay una mujer justa que vive en alguna parte» y «si eres muy ágil y atento, si te levantas temprano y te acuestas tarde, si pasas un largo tiempo entre la multitud, si viajas aquí o bien allá, si entras en determinados sitios, en el final conseguirás hallar a esa persona que te espera».
Sándor Márai, escritor increíble, no posee la popularidad y renombre que debería tener. Húngaro de nacimiento, abandonó su país huyendo del comunismo y se exilió en distintas localidades de europa, finalizando por nacionalizarse estadounidense en 1952. Su obra fue prohibida en Hungría y hasta tras su muerte no recibió la difusión en todo el mundo digna.
Vivió una vida plena, acomodada, letrada, burguesa y encargada de la escritura, en busca siempre de la independencia. Terminó sus días en San Diego (California), donde se quitó la vida en 1989. Tenía 88 años y por medio de un tiro terminó con el abatimiento causado por la vejez y la pérdida de su mujer Lola, su compañera a lo largo de seis decenios, y que le confinó a una soledad no deseada.
Y la soledad, de forma casual, está presente en todo el texto, de muy diferentes formas: la final deseada, la impuesta, la de la espera, la que se siente aún en compañía de otros, o bien la precisa, no como un castigo, sino más bien como una liberación y con la convicción de que en , en algún momento, se precipita todo humano. «Aparentemente, habíamos madurado. El que madura se siente siempre solo».
Sándor Márai
La educación, la civilización, la pelea de clases entre ricos y pobres, y la consideración de la unión vista como vínculo indiscutible de ánimas y cuerpos y el divorcio que divide sus sitios, marcan además la novela. Porque este es un libro de amores errados, de situaciones desfavorables, de luchas personales y de enseñanzas aprendidas. Un libro que charla de la vida misma, de la búsqueda de la alegría personal que choca con las pretenciones y deseos del resto y con la condena a un destino no elegido.
Los hechos resultan por último claros, mas no importan tanto como la visión personal de exactamente los mismos. «Ahora ves lo tontos que somos. Tendemos a pensar que los temas propios, los auténticos, son hechos de importancia mundial».
Un pormenorizado lugar de las prácticas humanas que se desarrollan en pareja; prácticas, hábitos y también inercias que quedan grabados en la cabeza de la otra persona. Son los pequeños datos los que configuran a un individuo aunque, en el final, la multitud solo tiene «un único rango: su carácter».
Y mientras que, a su alrededor, el planeta se desmembraba y reventaba la guerra. Las viviendas lujosas dejan paso a búnkeres y sótanos («Buda se encontraba todavía en llamas. En Pest las viviendas tenían los intestinos colgando»). La 2ª Guerra Mundial hace aparición equiparada con nuestra guerra sentimental, sus enfrentamientos, sus derrotas y victorias puntuales. La imagen del asedio a la localidad, y el rencuentro en el puente provisional que une Buda y Pest, continúa en la cabeza tiempo tras ojearlo. Bien difícil de olvidar.
Mas por último, como la vida es subjetiva y cada uno de ellos saca sus conclusiones, unos siempre considerarán que la persona justa existe, va a existir o bien ahora existió, y otros, desde luego, negarán esa oportunidad. «Un día desperté, me incorporé en cama y sonreí. Ahora no sentía mal. Y de cuajo entendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo ni en la tierra ni en ningún otro sitio. Sencillamente hay personas, y en todos y cada una hay una migaja de la persona justa, mas ninguna tiene todo cuanto aguardamos y queremos. Ninguna reúne todos y cada uno de los requisitos, no existe esa figura única, especial, fantástica y también insustituible que nos va a hacer contentos. Solo hay personas».
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